El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Juan 3:18.
Son numerosos los hombres ilustres, desaparecidos desde hace cierto tiempo, cuya influencia todavía es fuerte. Pero que se piense o no en su celebridad, no produce una gran diferencia para la vida de cada uno de nosotros. En cambio el asunto es muy distinto tratándose de Jesucristo. Según el versículo del encabezamiento, nuestra actitud con respecto a Jesús es en verdad un asunto de vida o muerte, más exactamente de vida eterna o muerte eterna.
En medio de la conversación con Nicodemo (lea el capítulo 3 del evangelio según Juan), Jesús le anunció el mensaje del amor de Dios expresado por el don de su Hijo, quien debía ser crucificado y resucitar al tercer día. Así le mostró el medio para responder a esta necesidad, que también es la nuestra: “Os es necesario nacer de nuevo” (v.07). Para esto no basta quedar impresionado por la personalidad de Jesús o por su enseñanza; es necesario creer que él es el Hijo de Dios y el Salvador, mi Salvador.
Para ofrecernos esa vida eterna, Cristo tuvo que dar su vida. Si depositamos nuestra fe, nuestra confianza en él, si creemos en esa obra perfecta que Él hizo al morir en la cruz para pagar la deuda de nuestros pecados, recibimos esa vida. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (v. 36).
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