Nuestro Señor instituyó la Cena en memoria de su muerte y luego salió con sus discípulos al huerto de Getsemaní. Sabía que allí sería prendido por los soldados enviados por los dirigentes religiosos. Pudo haber desaparecido, pero su hora había llegado y el Cordero de Dios debía ser sacrificado para quitar el pecado.
La siguiente noche tendría que soportar muchos sufrimientos físicos y morales; ya conocía el resultado de su proceso: la crucifixión, infamante tortura a la que se agregarían los dolores de la expiación y el desamparo de Dios durante las tres horas de tinieblas.
Al saber todo esto de antemano, Jesús como hombre perfecto sentía intensamente lo que serían las próximas horas. Entonces se postró sobre su rostro y rogó a su Padre que si fuera posible pasase de él estos sufrimientos.
Su dolor y su oración eran tan intensos que un ángel vino a fortalecerlo. En su angustia, su sudor era como grandes gotas de sangre que caían a tierra. Sin embargo, la obediencia y el amor obtuvieron la victoria cuando declaró: “Padre… no se haga mi voluntad, sino la tuya” Lucas 22:42. No existía otro medio para salvar a los seres humanos, sino el ser castigado en su lugar bajo el juicio del Dios justo y santo.
Así la obra de la cruz solucionó para siempre la cuestión del pecado. “Al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder” Apocalipsis 5:13. Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní… Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa. Mateo 26:36-39.
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